Cuando en 1910 el rey Eduardo VII de Inglaterra recibió sepultura en el Castillo de Windsor, el cortejo fúnebre estuvo compuesto por 50 miembros de casas reales europeas. Y dado que los miembros de las familias reales solo se casaban con otros miembros de la realeza, en realidad, eran todos parientes entre sí.
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De hecho, hacía siglos no se sentaba en el trono inglés una persona realmente inglesa: durante los siglos XVIII y XIX los reyes no hablaron inglés, sino alemán, y Jorge V fue el primero de la extensa lista en hablar sin acento alemán. La reina Victoria (1819-1901) tuvo cuatro abuelos de ascendencia germánica y se casó con su primo Alberto, “un buen alemán de Coburgo”, como solía asegurar él.
Sus sucesores, Eduardo VII (1841-1910) y Jorge V (1865-1936) se casaron con dos mujeres de sangre alemana. Jorge, sencillo y disciplinado, se consideraba indiscutiblemente inglés, pero sus súbditos aborrecían a Alemania, a los alemanes y todo lo que tuviera sabor alemán.
Fue sólo cuando comenzó la Primera Guerra Mundial que Jorge V logró darse cuenta de que sus orígenes alemanes no eran el mejor aval para mantenerse en el trono. La guerra fue para los ingleses una guerra contra Alemania. Los diarios describían diariamente la crueldad de los alemanes, que bombardeaban ciudades indefensas y mataban a civiles por todo el continente europeo.
En Londres, los ingleses apedreaban a comerciantes con apellido alemán y quemaban los hogares de quienes tuvieran perros salchicha. Los pretzels fueron prohibidos y las orquestas dejaron de interpretar a Mozart y Beethoven.
El rey sintió vergüenza al ver a su primo Guillermo II tan odiado y dejó de dirigirse a él como “el querido primo Willy”. Cuando el zar de Rusia -casado con una alemana- le pidió asilo para él y su familia en tiempos de la Revolución, Jorge V se lo negó.
El rey fue tildado de “carnicero alemán” y “extranjero”, y un feroz ataque aéreo alemán contra Londres, en junio de 1917, que dejó muchos muertos, puso de relieve la urgente necesidad de un cambio. Llovieron cientos de cartas en la residencia del Primer Ministro preguntando cómo Inglaterra esperaba ganar la guerra si el propio rey era alemán.
El rey no lo pensó dos veces: algo tenía que hacer. Nobles y expertos en genealogía fueron convocados a trabajar frenéticamente en busca de un nuevo nombre dinástico. Se barajaron nombre tan célebres del pasado como Plantagenet, Tudor, York, Lancaster y Fitzroy, que habían portado las viejas dinastías británicas.
Algunos resultaban demasiado rancios, otros demasiado afrancesados, y otros impronunciables. Se consultó al director del Real Colegio de Heráldica sobre cuál era realmente el apellido del rey, y no supo qué responder. Nadie sabía cual era el apellido original de la Familia Real.
“Mientras los académicos continuaban parloteando”, escribe Donald Spoto, “Jorge anunció que era necesario un gran gesto de solidaridad con la historia inglesa, para demostrar a la nación británica que la Primera Familia ciertamente era una más del pueblo. El duque de Connaught dijo que el nuevo nombre de la familia debía ser Tudor-Stuart; después de todo, no había nada más británico que esos apellidos (…) No, gritó alguien; seamos breves y sencillos... ‘Jorge Inglaterra’”.
En esos momentos de incertidumbre, el sagaz secretario del rey, lord Stamfordham, recordó que un antiguo monarca de la Edad Media, Eduardo III, fue también conocido como “Eduardo de Windsor”. Los presentes enmudecieron. Stamfordham había dado en el blanco: unas pocas letras resumían todos los anhelos del rey Jorge, una imagen gloriosa y poderosa, cargada de historia y cuyas raíces se remontan hasta Guillermo el Conquistador, el primer rey de Inglaterra. El rey asintió emocionado y no dudó en decretar el cambio del nombre dinástico. Así nació la Casa de Windsor.
“Acto seguido”, escribe la periodista Kitty Kelley, “el rey extendió la purga a sus demás parientes alemanes. Como los reyes mitológicos la real mano de Jorge V agitó su varita mágica (…) Los patitos feos alemanes fueron transformados en hermosos cisnes británicos. Los duques, archiduques y príncipes teutónicos de la familia real se convirtieron al instante en marqueses ingleses”.
En Alemania, el “querido primo Willy” leía las noticias del día cuando se topó con la buena nueva. Sonrió indulgente, y se retiró del salón proclamando a viva voz que iba al teatro a ver la obra de Shakespeare: “Las alegres comadres de Sajonia-Coburgo-Gotha”.
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