5 de mayo de 2011

La Realeza en la II Guerra: Mafalda de Saboya, prisionera en Buchenwald

La atroz muerte de la Princesa Mafalda -hija de Víctor Manuel III-, el 28 de agosto de 1944 fue la más terrible venganza de Adolfo Hitler contra la familia real italiana.

La tragedia de la hermosa Mafalda se remonta a 1930, cuando se casó por motivos estrictamente políticos con el príncipe alemán Felipe de Hesse. Eran los tiempos iniciales de los movimientos fascistas en Alemania e Italia, y la unión matrimonial entre el príncipe y la princesa vino a ejemplificar, de forma perfecta, el desastroso destino del Eje Roma-Berlín.

Desde fechas muy tempranas Felipe de Hesse se había unido al movimiento nazi con bastante ardor. En 1933 era gobernador de Hesse-Nassau y pronto trabó una buena amistad con Göering.

En 1939 pasó a formar parte del equipo personal de Hitler, desde el cual llevó a cabo diversas misiones diplomáticas privadas entre Alemania e Italia aunque, curiosamente, ayudó a algunos judíos a escapar a Holanda. Aparte, su relación con la familia real italiana -los Saboya- tuvo mucho que ver con la buena entente Hitler-Mussolini, que durante un tiempo contó con el visto bueno del inepto rey Víctor Manuel III. Entre las varias misiones de Felipe destacó la comunicación a Mussolini del “Anschluss”, la anexión de Austria por parte de la Alemania nazi.

Sin embargo, la capitulación del rey Víctor Manuel ante los aliados y el cambio de alianzas producido en Italia en 1943, que fue seguido del asesinato de Mussolini, despertaron el deseo de venganza del temible Führer, que en 1944 convocó a Felipe a una tormentosa entrevista en su cuartel general.

A la salida, el príncipe fue arrestado y enviado a un campo de concentración en Sachsenhausen, e inmediatamente después Hitler ordenó detener a la princesa Mafalda, a la que consideraba “lo más negro de la casa de Saboya”.

Los alemanes recibieron la orden de detener a toda la familia real de Italia, además del desarme de las tropas italianas, por lo que el rey Víctor Manuel III y la reina Elena debieron huir al Sur del país.

Toda la familia Saboya ya estaba en el sur, pero Mafalda -que confiaba en estar a salvo por estar casada con un príncipe alemán de tendencias nazis- volvió a Roma para visitar a sus hijos. Allí descubrió que el resto de los Saboya habían huido, que su marido había sido encarcelado por Hitler y que sus hijos -según la inexacta versión que le ofreció el coronel Herbert Kappler- estaban escondidos en la ciudad de El Vaticano. Mafalda volvió a la embajada alemana en Roma, donde fue detenida por la Gestapo.

El 20 de septiembre, tras un complicado viaje de vuelta por fin llega a Roma, la ciudad ha sido tomada por los alemanes. Mafalda pasó la noche en “Villa Polissena” (hogar de unos parientes), y al día siguiente recibió en la mañana un llamado desde la embajada alemana invitándola a dirigirse a su sede porque el príncipe Felipe había anunciado que la llamaría por teléfono. Ya otras veces, en los meses pasados, la princesa había tenido comunicaciones telefónicas con su marido. Esta vez tampoco dudó, pero no pudo imaginarse que el príncipe había sido capturado por los nazis y se encontraba en el campo de concentración de Flossenburg. Tampoco pudo sospechar que ella misma había sido elegida como rehén por Hitler, que después de los acontecimientos del 8 de septiembre.

Antes de las 10 abandonó la Villa Polissena acompañada del doctor Marchitto della Polizia, cercano a la familia real, para dirigirse a la villa Wolkonsky, sede de la embajada alemana.

Se inició entonces una espera prolongada, pero a la princesa no le preocupó en esos momentos, porque el retardo en las comunicaciones telefónicas era habitual en la época. La sorprendió, es si, el modo en que fue recibida, pues la dejaron en un corredor durante 2 horas, acompañada siempre del doctor Marchitto. Al mediodía la invitaron a subir a un automóvil alemán y la condujeron al campo de Littorio; ahí debió embarcarse en un avión que la esperaba para llevarla a Weimar.

Fue primero trasladada a Múnich y luego a Berlín. Después de tres semanas de intensos interrogatorios, fue enviada a Buchenwald, en octubre de 1943. “Recuerdo perfectamente, agrega el conde Federico de Vigliano en sus apuntes, que la querida y amable princesa vestía ese día un traje negro, un abrigo de media estación del mismo color y unos zapatos oscuros muy rebajados. Estas prendas de vestir serian las únicas que usaría en la prisión durante once meses, hasta el día de su muerte”.

A su llegada al siniestro campo fue internada en el pabellón número 15, reservado para “reclusas especiales”. La construcción tenía 50 metros de largo por 9 de ancho y estaba dividida en dieciséis celdas, cocinas y baños. Al lado de Mafalda vivía la señora Maria Kuhn y en otra celda el ministro socialdemócrata Breitscheid, acompañado de su esposa. La señora Breitscheid había solicitado, en un acto espontáneo y heroico, seguir a su marido hasta su reclusión.

A Mafalda se le prohibió revelar su verdadera identidad y se le asignó oficialmente el nombre de “Frau von Webwe”, al que se le añadió un triste sobrenombre de “Madame Abeba”. Le fue prohibido bajo penas de severas sanciones, revelar a los demás su propia identidad. Su alimento era el mismo que las tropas de SS: una ración de pan negro, una carne salada en conserva, más una sopa en la mañana y otra en la noche, con un substituto de café. En el estado de debilidad en que se encontraba, el alimento no le apetecía y Mafalda empezó a adelgazar en forma impresionante.

El severo régimen se relajó un poco en abril de 1944. La barraca necesitaba reparaciones y se confió el trabajo a un grupo de obreros italianos. La princesa los reconoció porque llevaban sobre la chaqueta un triangulo de tela roja con la letra I. Mientras duraron los trabajos compartió con ellos una buena parte de su comida y en sus conversaciones con el viejo soldado Leonardo Boninu, nacido en Jllaraj, cerca de Sassari en 1892, le reveló un día su verdadera identidad. La noticia produjo gran impresión entre los prisioneros italianos del campo de concentración, como también en el franciscano alemán, padre Ricardo Steinhof, que logró acercarse a ella y confesarla. Ellos fueron las últimas personas con las que Mafalda habló, ya que nunca pudo volver a ver a alguien de su familia.

Mafalda ignoraba aun que su marido estuviera recluido en Flossenburg y su silencio le hizo temer por un momento que hubiera muerto victima de un bombardeo. Los sufrimientos causados por la angustia siempre creciente, originada por la falta absoluta de noticias, y el ayuno forzado con el consiguiente debilitamiento de su organismo, golpearon duramente el cuerpo y el alma de la princesa. Durante horas escribía largas cartas a los suyos; cartas que nadie se ocuparía de enviar nunca. Trabajaba en confeccionar muñecas para su hija menor, Elisabeth, y cuando los aviones ingleses y norteamericanos comenzaron a sobrevolar el campo, trató de trazar en el terreno, entre la barraca y el muro alto que lo rodeaba una gran “I”, de Italia.

El 24 de agosto de 1944, la aviación aliada bombardeó el campo, con el objetivo de destruir los establecimientos limítrofes, y alcanzando de lleno a un pequeño polvorín situado a escasos metros del pabellón número 15.

Las bombas causaron innumerables muertes- y el pabellón se incendió provocando el derrumbe del muro. La princesa había corrido a la trinchera que servía de refugio, construida a poca distancia del lugar, y fue encontrada horas después, sepultada bajo un cúmulo de tierra y de escombros a algunos metros del ministro Breitscheld y de dos soldados alemanes muertos. La señora Kuhn, que había quedado casi sepultada también en el mismo radio, pudo gritar en demanda de ayuda.

En torno todo era ruinas. Cuando llegaron los socorros, Mafalda pidió que sacaran primero a la señora Breitscheld; después se ocuparon de ella. Según un testigo, la princesa “estaba tirada en el suelo con un aspecto era desolador. Le colgaba el brazo izquierdo, convertido en una enorme llaga sanguinolenta y una profunda herida en su mejilla derecha”.

La trasladaron al hospital vecino, pero ahí no había lugar; todas las camas estaban ocupadas y fue necesario llevarla nuevamente al campo, pero en el momento en el que iba a ser atendida por un doctor, se descubrió su verdadera identidad, negándose a operarla hasta recibir orden expresa desde Berlín.

Se esperaron otras 24 horas hasta obtener el permiso del cuartel general nazi. El 28 optó por efectuar la operación personalmente, dado el carácter de rehén de la princesa y de su condición de miembro de la familia real italiana; pero surgió una diferencia de opiniones entre los dos doctores, apellidados Schidlawsky y Horn. Éste último sostenía que la salvación dependía de la posibilidad de operar rápidamente, mientras Schidlawsky pretendía hacer una operación técnicamente perfecta, pero larga, desarticulando minuciosamente el hombro con una preparación anatómica de todos los músculos y la formación de un muñón muscular de amputación.

Al acto operatorio asistieron, por deseo expreso de Schidlawsky, el doctor Horn, el doctor Thomas George, de la Clínica Universitaria de Estrasburgo, y otro medico internado en Buchenwald. Pecorari, un medico de Trieste y también prisionero, confirmó la validez de la opinión del doctor Horn: “Una operación tan minuciosa y por consiguiente larga, debilitante por la inevitable y copiosa perdida de sangre, habría sido desaconsejada por cualquier cirujano en el estado casi caquéctico de la princesa, agravado por la intoxicación postraumática”.

Así transcurrió y terminó la operación carente de las más básicas normas de higiene, se le amputó el brazo izquierdo. Inconsciente, la princesa fue instalada al pabellón que hacía las veces de prostíbulo para los oficiales de las SS, sin recibir antibióticos u otro tipo de atención. Ningún medico la visitó durante la noche, y sólo estuvieron a su lado la señoras Kuhn e Inmergard, que ejercieron como enfermeras.

En la noche del 29, en su más dura agonía, pronunció sus últimas palabras: “Italianos, me muero. Recuérdenme como a una hermana”. Tenía 42 años. Ni sus padres ni sus hijos nunca fueron notificados de su muerte a pesar de los rumores que comenzaron a circular a finales de 1944. Su marido ya estaba en un campo de prisioneros, y de la suerte que corrió su esposa solo llegó a enterarse por los aliados en 1945.

La princesa -escribe Victoria Luisa de Brunswick-, que era una mujer encantadora, pero delicada, tuvo que soportar cosas horribles en Buchenwald; pero las sufrió todas como una heroína (…). Unos prisioneros italianos que la habían reconocido como hija de su rey señalaron su tumba y cuando más tarde fueron liberados colocaron una sencilla cruz de madera en la que grabaron su nombre. De ese modo, su familia pudo saber finalmente cómo había dejado de sufrir…

El cuerpo fue llevado, ya finalizada la guerra, al Castillo de Kronberg, en Hesse, donde fue sepultada definitivamente. En 1997, el gobierno italiano honró a la Princesa Mafalda emitiendo un sello postal con su imagen y hoy Mafalda es recordada en Italia como la figura más respetada de la derrocada Dinastía de los Saboya.

Darío Silva D'Andrea

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