Hoy, cuando miles de manifestante se apostan ante el Parlamento Griego -antiguo Palacio Real- en lo que los medios han dado en llamar “el voto de desconfianza” hacia el primer ministro Papandreus, es inevitable pensar en la agitación que durante los últimos siglos vivió Grecia, sea como Reino o como República.
Hace aproximadamente 150 años, el rey Otto escapaba de Grecia, feliz de salir con vida de aquel territorio cuya corona le habían ofrecido las grandes potencias europeas. Después que Grecia, entre los años 1821 y 1830, fue liberándose paso a paso del dominio turco, se reconoció la necesidad de que un Rey estableciera estabilidad y concordia en suelo heleno. Luego de descartar las candidaturas de varios príncipes europeos, se trató de probar suerte nombrando Rey al príncipe bávaro Otto, un adolescente, hijo de Luis I de Baviera.
Una serie de pasos en falso, sin embargos, no facilitaron las cosas a este rey de Grecia que nunca habló en griego. El Ejército se sublevó, y lo echaron. Otto renunció a todo, que no era mucho, y salió aterrorizado. Le acompañaba su mujer, la reina Amalia, a quien algunos revolucionarios habían intentado asesinar. Por suerte, al llegar a Atenas, Otto había ordenado tener una valija llena de ropa siempre lista, por si llegaba el caso de tener que huir de la inestable Grecia, y así huyó a su Baviera natal, feliz de haber salido con vida de la indomable Grecia.
Luego vinieron los monarcas descendientes de la Familia Real de Dinamarca. En 1863, el joven y rubio príncipe danés Guillermo, hijo del rey Christian IX, fue invitado a ser Rey de Grecia. Se cuenta que tuvo noticia de haber sigo elegido monarca al leer el papel de periódico que envolvía su sándwich de sardinas en la escuela naval.
Su llegada a Atenas fue multitudinaria, y se dice que la carroza encargada de llevarlo desde el puerto hasta el polvoriento palacio real tardó dos horas en hacer el recorrido planeado. El rey, que estaba enfermo, tuvo que soportar aquel recibimiento e incluso acostarse sin cenar. Hasta los cocineros habían salido a ovacionarle.
La austeridad gobernó la vida familiar de Jorge I y su descendencia. Los visitantes siempre quedaban completamente desilusionados con la corte ateniense, centrada en un palacio frío y derruido, cuya calefacción era lograda por unos pequeños calentadores muy viejos, con sus ventanas casi sin vidrios, sus jardines derruidos y polvorientos. Y lo peor: sólo un baño en todo el edificio.
Su reinado duró 50 años. En 1913, cuando Jorge I fue a visitar por primera vez aquella ciudad, fue asesinado por un desquiciado, y desde entonces, la suerte de su familia no mejoraría. Su hijo Constantino I hubo de ser expulsado del trono dos veces.
Durante la Primera Guerra Mundial, los aliados afirmaron que a pesar de su neutralidad, Constantino I tomó partido por los alemanes, en parte debido a sus manifiestas simpatías proalemanas compartidas con su esposa. Esto desembocó la abdicación del rey a favor de su segundo hijo, Alejandro.
Alejandro I murió a los veintisiete años, víctima de la mordedura de un mono rabioso; Luego de tres años de reinado meramente decorativo, todo el interés de este joven rey se concentraba en los animales que criaba en la residencia real. Un mono, perteneciente al administrador de los viñedos reales, le mordió en una pierna cuando uno de sus perros atacó al simio y él intentaba separarlos; pronto se produjo una septicemia que le causó la muerte a los 23 años.
Su hermano, el rey Jorge II marchó al exilio dos veces y volvió a reinar sobre una inestable y peligrosa nación unas tres veces, tuvo un desgraciado matrimonio con una princesa rumana y no pudo tener hijos. “¡Pobre Jorge! No envidio a los jefes de Estado de los países balcánicos”. Estas simples palabras pronunciadas por la reina María de Inglaterra, pueden servirnos para ilustrar en pocas letras, la compleja vida del “pobre” Jorge II.
En 1936, Atenas festejó la vuelta de Jorge II con turbulentas fiestas. La noche de su regreso, ya muy cansado, el Rey fue trasladado al Palacio Real y se alegró de volver aquellas estancias tan familiares. Pero en medio del torbellino y la exaltación política, todos en Atenas se habían olvidado completamente de volver a hacer habitable aquel edificio.
Durante doce años sólo había sido utilizado para banquetes oficiales y recepciones, y ése era el aspecto que seguía teniendo. No se encontró una cama por ninguna parte, la mayoría de las habitaciones estaban sin muebles y en los pasillos había dos centímetros de polvo. Su majestad debió pasarse dos largas horas en el pasillo, sentado encima de su equipaje, esperando que le prepararan un dormitorio.
La abdicación del rey, después de una revolución, una disputa con el Primer Ministro o un fracaso militar, estuvo políticamente a la orden del día. También Pablo I, el más querido de todos los Reyes griegos, antes de reinar conoció repetidas veces el exilio y vivió gran parte de su juventud y sus primeros años como adulto en Inglaterra, América, Egipto y Sudáfrica, viajero sin patria, a causa de la invasión nazi y el exilio y su hijo, Constantino II, el último monarca, fue derrocado para siempre en 1967. Su complicidad con los coroneles que ejecutaron un golpe de Estado dañó su imagen para siempre y precipitó su caída.
Antes de partir, Constantino II echó una última mirada a un viejo álbum de fotografías familiares que debió dejar en su hogar: estaban allí su bisabuelo, Jorge I, asesinado en 1913; sus tíos, el “Rey títere” trágicamente muerto Alejandro I, y el triste Jorge II, siempre manipulado por los políticos… y su padre, el bondadoso Pablo I… La salida de Grecia de la Familia Real fue tan dramática, imprevista y repentina que incluso el propio Rey Constantino huyó de noche y con lo puesto.
La familia pasó los siguientes años en el exilio en Roma. Recibieron ofrecimientos de ayuda, invitaciones, y gestos de compasión de Hussein de Jordania y Balduino de Bélgica. El propio Constantino, hablando de las dificultades de todo exilio dijo: “No teníamos medios para sobrevivir. Nuestros bienes patrimoniales habían quedado en Grecia. Mi familia tuvo que pasar casi un año en Dinamarca, a expensas de los padres de mi mujer. Y yo me marché a Inglaterra, para buscar una casa y un trabajo con el que ganarme la vida...”.
Desde entonces, el Rey Constantino II es para los griegos simplemente el detestable “Señor Constantino Glücksburg”. El mismo pueblo que se echaba a las calles para aclamar y bendecir a sus reyes, ciento tres años después de la creación de la monarquía, no había hecho nada para que su familia real, acusada de todos los males del pueblo, se fuera de su tierra. No sin fundamentos, la vilipendiada Sofía de Prusia, abuela del último hombre que ostentó la inquieta corona de los helenos, describió alguna vez a Grecia como “una horrible tierra de nadie donde reina la locura”.
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