El romance estuvo plagado de intrigas y sobresaltos, tal y como se cuenta en la última obra de Sally Bendell Smith, «Queen Elizabeth II and Prince Philip's Youthful Romance». No era el momento ideal en la historia para relacionarse con un príncipe cuyas hermanas vivían en Alemania.
Entre los cortesanos de Buckingham lo apodaban el «germano», pero además lo veían como un trepador sin dinero que buscaba hacerse un lugar en el mundo.
Jorge VI vivía bajo la sombra de la abdicación de su hermano, Eduardo VIII, y temía dar un paso en falso al casar a su heredera con un extranjero y de la iglesia ortodoxa griega. La conversión de Felipe al anglicanismo y su adopción de la nacionalidad inglesa (acuñando la traducción al inglés de su apellido materno, Mountbatten) allanaron el camino. La boda se celebró el 20 de noviembre de 1947, radiotransmitida a 200 millones de personas.
Felipe se convirtió en un embajador permanente de Su Majestad, recorriendo el planeta y presidiendo más de 800 organizaciones caritativas. Pero no fue fácil. Marido de la Reina y padre del futuro Rey, el Duque de Edimburgo tenía una identidad prestada. «Mi ambición no era presidir el World Wild Fund. Francamente, hubiera preferido quedarme en la Armada», reconoció.
Considerado un adonis en su juventud, su nombre apareció asociado al de la escritora Daphne du Maurier, la cabaretera Helene Cordet y a otras innumerables conquistas. En una entrevista, el Príncipe lo desmintió con un argumento práctico, aunque no concluyente. «Nunca me he movido sin guardaespaldas. ¿Cómo podría haber hecho todo eso sin que se supiera?»
Jorge VI vivía bajo la sombra de la abdicación de su hermano, Eduardo VIII, y temía dar un paso en falso al casar a su heredera con un extranjero y de la iglesia ortodoxa griega. La conversión de Felipe al anglicanismo y su adopción de la nacionalidad inglesa (acuñando la traducción al inglés de su apellido materno, Mountbatten) allanaron el camino. La boda se celebró el 20 de noviembre de 1947, radiotransmitida a 200 millones de personas.
Felipe se convirtió en un embajador permanente de Su Majestad, recorriendo el planeta y presidiendo más de 800 organizaciones caritativas. Pero no fue fácil. Marido de la Reina y padre del futuro Rey, el Duque de Edimburgo tenía una identidad prestada. «Mi ambición no era presidir el World Wild Fund. Francamente, hubiera preferido quedarme en la Armada», reconoció.
Considerado un adonis en su juventud, su nombre apareció asociado al de la escritora Daphne du Maurier, la cabaretera Helene Cordet y a otras innumerables conquistas. En una entrevista, el Príncipe lo desmintió con un argumento práctico, aunque no concluyente. «Nunca me he movido sin guardaespaldas. ¿Cómo podría haber hecho todo eso sin que se supiera?»
Pocas muestras de afecto
Las muestras de afecto nunca formaron parte de su repertorio y las crisis matrimoniales de sus vástagos lo sacaban de las casillas. A tono con una vieja tradición, Felipe, severo con los hijos varones, fue comprensivo con las mujeres de la familia.
Las muestras de afecto nunca formaron parte de su repertorio y las crisis matrimoniales de sus vástagos lo sacaban de las casillas. A tono con una vieja tradición, Felipe, severo con los hijos varones, fue comprensivo con las mujeres de la familia.
Su intercambio epistolar con Diana de Gales en 1992, durante la peor crisis en el reinado de su esposa, muestra hasta qué punto suavizaba el principio omnipresente del deber. A pesar de las escandalosas revelaciones filtradas por Lady Di sobre su matrimonio, las cartas muestran una relación afectuosa. La princesa las encabezaba con un «dearest pa» («queridísimo papá»), mientras que Felipe ofrecía su ayuda, aunque cuestionaba su «talento como guía matrimonial».
Otros opinan de manera diferente. «Nunca un elogio. Si alguien hacía bien, algo solo cumplía con su deber», señala una allegada a los Windsor. Esta severidad distante y estoica apenas sorprende. A fin de cuentas, a él nadie le elogió por cumplir con sus obligaciones de consorte, el más longevo de la larga historia monárquica británica.
Otros opinan de manera diferente. «Nunca un elogio. Si alguien hacía bien, algo solo cumplía con su deber», señala una allegada a los Windsor. Esta severidad distante y estoica apenas sorprende. A fin de cuentas, a él nadie le elogió por cumplir con sus obligaciones de consorte, el más longevo de la larga historia monárquica británica.