La interminable crisis en la región también ha llegado a Yemen, nación unificada en 1990. Un movimiento rebelde quiere desplazar al presidente. En el marco de esta crisis política, muertos y heridos dejan las revueltas producidas en la capital del país. La historia de Yemen y su desaparecida monarquía.
Tierra de reminiscencias bíblicas
«Ni siquiera todos los perfumes de Arabia podrían curar esta manita», dijo lady Macbeth mirando su mano ensangrentada. De la mano de Shakespeare entramos en Yemen y en su compleja realidad actual. Nadie mejor que un inglés, por cierto, para empezar a hablar de un país donde sus compatriotas metieron tanto la mano.
Era tierra de riquezas fabulosas: “Hay muchas personas -escribieron hace 2200 años- que poseen, según parece, fortunas dignas de reyes: se dice que se construyen columnas de oro y plata y que los techos y las puertas tienen adornos de pedrerías... en una palabra, que los objetos que son lujosos por doquier, allí son comunes”.
Se aludía, probablemente, a la legendaria ciudad de “Iram de las columnas”, mandada a construir por el pretencioso rey Sheddad, poco después del Diluvio, en un intento por imitar al Paraíso. Un tornado la destruyó, castigando así su orgullo. El Corán la recuerda en el capítulo de “El alba”.
En esa región habría instalado su vivienda el bíblico Caín, hijo de Adán, luego haber asesinado a su hermano Abel, y allí, entre todas las tierras posibles, el diablo le habría enseñado a tocar instrumentos musicales. Hoy, se muestra su presunta tumba.
Los yemenitas inventaron los rascacielos mucho antes que los norteamericanos ¿Reminiscencias de la Torre de Babel? Quizá las leyendas sobre ciudades fabulosas (porque Iram no es la única) tengan que ver con aquellos edificios extraños de hasta nueve pisos, que han surgido hace muchos siglos y que siguen dominando la arquitectura del país. Se dice que fueron planificados “para poder reunirse por la tarde con los amigos y para dormirse más cerca de las estrellas por la noche”.
Llegan los europeos
Un francés recuerda que “se ha dicho con frecuencia que Sana es la Venecia del mundo árabe (aparte el agua), porque hay algo de barroco en estos palacios de ladrillo con decoraciones de pintura blanca, con vitrales de extraños colores. Es cierto; aquí, como en Venecia, la arquitectura es una fiesta” (Thierry Desjardins).
El primero o uno de los primeros europeos que visitaron las ciudades yemenitas, Von Wrede, en el último siglo, se suicidó a su regreso al mundo occidental porque nadie le creía. Al menos, eso es lo que se cuenta.
La riquísima historia de Yemen-la «Arabia feliz» de los tiempos de la antigüedad, donde hace más de dos mil años se ubicó él legendario y bíblico país de la reina de Saba-, puede iniciarse, con referencia a los tiempos actuales, en los tempestuosos días en que, hace algo más de mil años, el chiísmo ultramilitante de entonces se enfrentó con el sunnismo, encarnado en el poderoso califa de Bagdad.
Perseguidos y asesinados con increíble saña, los descendientes de Alí (656-661), primo hermano y yerno de Mahoma (y, por lo tanto, descendientes también del Profeta del Islam), intentaron, con éxito menos que mediocre, afirmarse en algún punto de los vastos dominios del Islam. Uno de los pocos que lo lograron fue Yahia (893-908), tataranieto de su tataranieto, que estableció su dinastía, la zeidita, en Yemen con Sana como capital hasta nuestro tiempo.
El zeidismo es chiita, pero, a diferencia del de Irán, tiene a su cabeza un imán (conductor), hereditario, lo más parecido a un papa que hay en el Islam, religión sin clero. La asociación entre el zeidismo y Yemen del Norte es un dato básico que debe ser retenido. Más de la mitad de la población pertenece a esa secta. El resto, mayoritario en el Sur, es sunnita y bastante militante.
Un francés recuerda que “se ha dicho con frecuencia que Sana es la Venecia del mundo árabe (aparte el agua), porque hay algo de barroco en estos palacios de ladrillo con decoraciones de pintura blanca, con vitrales de extraños colores. Es cierto; aquí, como en Venecia, la arquitectura es una fiesta” (Thierry Desjardins).
El primero o uno de los primeros europeos que visitaron las ciudades yemenitas, Von Wrede, en el último siglo, se suicidó a su regreso al mundo occidental porque nadie le creía. Al menos, eso es lo que se cuenta.
La riquísima historia de Yemen-la «Arabia feliz» de los tiempos de la antigüedad, donde hace más de dos mil años se ubicó él legendario y bíblico país de la reina de Saba-, puede iniciarse, con referencia a los tiempos actuales, en los tempestuosos días en que, hace algo más de mil años, el chiísmo ultramilitante de entonces se enfrentó con el sunnismo, encarnado en el poderoso califa de Bagdad.
Perseguidos y asesinados con increíble saña, los descendientes de Alí (656-661), primo hermano y yerno de Mahoma (y, por lo tanto, descendientes también del Profeta del Islam), intentaron, con éxito menos que mediocre, afirmarse en algún punto de los vastos dominios del Islam. Uno de los pocos que lo lograron fue Yahia (893-908), tataranieto de su tataranieto, que estableció su dinastía, la zeidita, en Yemen con Sana como capital hasta nuestro tiempo.
El zeidismo es chiita, pero, a diferencia del de Irán, tiene a su cabeza un imán (conductor), hereditario, lo más parecido a un papa que hay en el Islam, religión sin clero. La asociación entre el zeidismo y Yemen del Norte es un dato básico que debe ser retenido. Más de la mitad de la población pertenece a esa secta. El resto, mayoritario en el Sur, es sunnita y bastante militante.
Siglo XX, cambalache
En Yemen del Norte, los zeiditas tuvieron que enfrentarse durante siglos con los sultanes turcos de Constantinopla y sólo se liberaron definitivamente de ellos cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en 1918. Debieron compartir el poder con varios poderosos jefes de tribu, los Hashed, en particular. Es otro dato que debe retenerse.
Yemen del Sur entró en el mundo moderno -esto es, bajo la influencia de Europa- cuando Napoleón, desde Egipto, planeó usar a Mokka, ciudad yemenita célebre por su café, como escala hacia la India para vencer a los ingleses. Pero éstos le ganaron de mano, ocupando primero una isla (1799) y luego tomando Adén, donde se quedaron desde 1839 hasta 1967.
Haciendo aquí un alto se puede decir que nada en Yemen de la década del sesenta permitía pensar en aquel país fabuloso desbordante de riquezas que había sido. Era el más pobre del mundo árabe, lejos de todo y de todos, y ocupa hasta hoy uno de los lugares más bajos en la escala del Banco Mundial. Pero la época turbulenta en que vivimos no lo dejó en paz.
Primero, en el Norte cayó la monarquía zeidita y, guerra civil de por medio, el imán se aisló en Londres. ¿Volverá? ¿Cuál será el futuro de los fieles zeiditas? ¿Quién los conducirá? No se sabe. Luego, en el Norte, la independencia se tradujo al poco tiempo en el establecimiento de un régimen marxista. Veintiséis pequeños sultanes que gobernaban pequeños reinos en el interior perdieron sus tronos. ¡Y los ingleses habían trabajado tanto!
En tres años habían firmado 1.300 tratados con otros tantos jefes (1936-1939). El régimen marxista se derrumbó, guerra civil mediante, y en 1990 se unió con el Sur en un solo país. Sólo quedó el Partido Socialista, ahora excluido de la alianza de poder.
En Yemen del Norte, los zeiditas tuvieron que enfrentarse durante siglos con los sultanes turcos de Constantinopla y sólo se liberaron definitivamente de ellos cuando terminó la Primera Guerra Mundial, en 1918. Debieron compartir el poder con varios poderosos jefes de tribu, los Hashed, en particular. Es otro dato que debe retenerse.
Yemen del Sur entró en el mundo moderno -esto es, bajo la influencia de Europa- cuando Napoleón, desde Egipto, planeó usar a Mokka, ciudad yemenita célebre por su café, como escala hacia la India para vencer a los ingleses. Pero éstos le ganaron de mano, ocupando primero una isla (1799) y luego tomando Adén, donde se quedaron desde 1839 hasta 1967.
Haciendo aquí un alto se puede decir que nada en Yemen de la década del sesenta permitía pensar en aquel país fabuloso desbordante de riquezas que había sido. Era el más pobre del mundo árabe, lejos de todo y de todos, y ocupa hasta hoy uno de los lugares más bajos en la escala del Banco Mundial. Pero la época turbulenta en que vivimos no lo dejó en paz.
Primero, en el Norte cayó la monarquía zeidita y, guerra civil de por medio, el imán se aisló en Londres. ¿Volverá? ¿Cuál será el futuro de los fieles zeiditas? ¿Quién los conducirá? No se sabe. Luego, en el Norte, la independencia se tradujo al poco tiempo en el establecimiento de un régimen marxista. Veintiséis pequeños sultanes que gobernaban pequeños reinos en el interior perdieron sus tronos. ¡Y los ingleses habían trabajado tanto!
En tres años habían firmado 1.300 tratados con otros tantos jefes (1936-1939). El régimen marxista se derrumbó, guerra civil mediante, y en 1990 se unió con el Sur en un solo país. Sólo quedó el Partido Socialista, ahora excluido de la alianza de poder.
Soberano absoluto del desierto
En forma muy tradicional, fue la muerte del imán Yahya, por orden de su hijo el imán Badr, en 1960, lo que puso al jeque contra la monarquía. El imán Ahmad bin Yahya fue el penúltimo rey del Yemen, y el último soberano absolutista y teocrático de aquel reino de historia milenaria.
En octubre de 1961, el monarca, en el aniversario de su ascensión al trono, realizó un llamamiento a la nación yemenita para que apoyase, respaldase y obedeciese a su hijo y heredero como futuro gobernante absoluto del reino, defensor de la sagrada ley del Corán, Al-Amir Al-Mou’minin (Príncipe de los Creyentes del Islam) y juez supremo de la monarquía.
En aquellos momentos en que el monarca se dirigió al pueblo, se creyó en su abdicación y se suponía que quiso reforzar la posición do su hijo frente a la rivalidad, muy peligrosa en estas tierras, del príncipe Al-Hassan, hermano del Imán y muy poderoso en sus dominios. Ahmed bin Yahya, fue uno de los últimos reyes absolutos que existieron en el mundo, incluso en el mundo árabe.
Tenía cinco millones de súbditos en la más ancestral acepción de la palabra, que indica sometimiento total y absoluto a un monarca. Unía a su omnímodo poder temporal indiscutible, el mandato espiritual de jefe de un Estado teocrático, asimismo de los poquísimos que aún quedan en nuestro planeta. El único Código y Constitución del país era el Corán, la ley islámica, práctica religiosa, pero esgrimida a juicio y concepción de aquel soberano total.
Siendo “sayyid” (Señor), por ser descendiente directo del Profeta Mahoma a través de su hija Fátima, Bin Yahya fue también un descendiente del imán al-Yahya bin Hadi al-Husayn, que estableció el estado chiíta de Zaydi en Sadah en el norte de Yemen en la última década del siglo IX siglo.
Fue por lo tanto, el penúltimo de una línea de sucesión que comprendió más de 70 imanes que gobernaron en el Yemen hasta la caída de la monarquía. La dinastía a la que pertenecía el imán era del linaje de los Makarima, de la familia de Al-Hussein, segundo hijo del IV Califa del entronque árabe.
El imán Ahmad había tomado posesión de su trono político y religioso en Yemen en 1948. Su subida a la dirección del país fue realmente sangrienta. Sucedió a su padre, quien junto con tres de los hermanos más jóvenes de Ahmad, fueron muertos a tiros por unas tribus rebeldes.
En marzo de 1962, el imán Ahmad había resultado levemente herido, en un hombro a consecuencia de un atentado que le fue perpetrado cuando hacía una visita oficial al puerto de Hodeida, sobre el mar Rojo. Inmediatamente después del intento de asesinato del monarca, dos de los sospechosos de haber tomado parte en la conjura fueron decapitados públicamente en la medieval ciudad de Taiz.
En forma muy tradicional, fue la muerte del imán Yahya, por orden de su hijo el imán Badr, en 1960, lo que puso al jeque contra la monarquía. El imán Ahmad bin Yahya fue el penúltimo rey del Yemen, y el último soberano absolutista y teocrático de aquel reino de historia milenaria.
En octubre de 1961, el monarca, en el aniversario de su ascensión al trono, realizó un llamamiento a la nación yemenita para que apoyase, respaldase y obedeciese a su hijo y heredero como futuro gobernante absoluto del reino, defensor de la sagrada ley del Corán, Al-Amir Al-Mou’minin (Príncipe de los Creyentes del Islam) y juez supremo de la monarquía.
En aquellos momentos en que el monarca se dirigió al pueblo, se creyó en su abdicación y se suponía que quiso reforzar la posición do su hijo frente a la rivalidad, muy peligrosa en estas tierras, del príncipe Al-Hassan, hermano del Imán y muy poderoso en sus dominios. Ahmed bin Yahya, fue uno de los últimos reyes absolutos que existieron en el mundo, incluso en el mundo árabe.
Tenía cinco millones de súbditos en la más ancestral acepción de la palabra, que indica sometimiento total y absoluto a un monarca. Unía a su omnímodo poder temporal indiscutible, el mandato espiritual de jefe de un Estado teocrático, asimismo de los poquísimos que aún quedan en nuestro planeta. El único Código y Constitución del país era el Corán, la ley islámica, práctica religiosa, pero esgrimida a juicio y concepción de aquel soberano total.
Siendo “sayyid” (Señor), por ser descendiente directo del Profeta Mahoma a través de su hija Fátima, Bin Yahya fue también un descendiente del imán al-Yahya bin Hadi al-Husayn, que estableció el estado chiíta de Zaydi en Sadah en el norte de Yemen en la última década del siglo IX siglo.
Fue por lo tanto, el penúltimo de una línea de sucesión que comprendió más de 70 imanes que gobernaron en el Yemen hasta la caída de la monarquía. La dinastía a la que pertenecía el imán era del linaje de los Makarima, de la familia de Al-Hussein, segundo hijo del IV Califa del entronque árabe.
El imán Ahmad había tomado posesión de su trono político y religioso en Yemen en 1948. Su subida a la dirección del país fue realmente sangrienta. Sucedió a su padre, quien junto con tres de los hermanos más jóvenes de Ahmad, fueron muertos a tiros por unas tribus rebeldes.
En marzo de 1962, el imán Ahmad había resultado levemente herido, en un hombro a consecuencia de un atentado que le fue perpetrado cuando hacía una visita oficial al puerto de Hodeida, sobre el mar Rojo. Inmediatamente después del intento de asesinato del monarca, dos de los sospechosos de haber tomado parte en la conjura fueron decapitados públicamente en la medieval ciudad de Taiz.
Donde el imán regía con mano de hierro
Comerciantes judíos, testigos de la ejecución, manifestaron que nunca habían visto nada más horrible que aquello. Pareció una sangrienta representación de una página de las «Mil y una noches», no sólo por el espectáculo de los reos y del verdugo en el patíbulo, sino por las gentes que la presenciaban.
Tras la bárbara ejecución, los cadáveres, chorreando sangre que brillaba con extraño fulgor bajo unos rayos verticales del sol a cincuenta y cinco grados centígrados, estuvieron colgados en un árbol hasta el atardecer. Cuando las sombras del crepúsculo comenzaron a extenderse, los cadáveres de los ajusticiados fueron conducidos fuera de la población y dejados como pasto de los buitres.
El imán regía, reinaba, ajusticiaba y gobernaba despóticamente. Juzgaba incluso casos de pequeña importancia en la capital y en las ciudades que visitaba, y la pena al delincuente le era impuesta inmediatamente. Persistía la esclavitud y la poligamia. El adulterio en la mujer y la huida de un esclavo se castigaba con la muerte, generalmente a base de la lapidación, precedida de horrorosas amputaciones para el infeliz o la desdichada condenada y de la tortura.
Comerciantes judíos, testigos de la ejecución, manifestaron que nunca habían visto nada más horrible que aquello. Pareció una sangrienta representación de una página de las «Mil y una noches», no sólo por el espectáculo de los reos y del verdugo en el patíbulo, sino por las gentes que la presenciaban.
Tras la bárbara ejecución, los cadáveres, chorreando sangre que brillaba con extraño fulgor bajo unos rayos verticales del sol a cincuenta y cinco grados centígrados, estuvieron colgados en un árbol hasta el atardecer. Cuando las sombras del crepúsculo comenzaron a extenderse, los cadáveres de los ajusticiados fueron conducidos fuera de la población y dejados como pasto de los buitres.
El imán regía, reinaba, ajusticiaba y gobernaba despóticamente. Juzgaba incluso casos de pequeña importancia en la capital y en las ciudades que visitaba, y la pena al delincuente le era impuesta inmediatamente. Persistía la esclavitud y la poligamia. El adulterio en la mujer y la huida de un esclavo se castigaba con la muerte, generalmente a base de la lapidación, precedida de horrorosas amputaciones para el infeliz o la desdichada condenada y de la tortura.
Muchos delitos se castigaban públicamente con el apaleamiento hasta la muerte del reo. Las mujeres eran guardadas celosamente en el harén, si él marido es rico. Si era pobre, no salían de la casa. La posesión de bebidas alcohólicas está castigada, como el más horrible dé los delitos, con la pena de muerte. Y no digamos si alguien era sorprendido bebiendo un vino o licor o estaba borracho... Si el delito era pequeño, generalmente se le castigaba con azotes, públicamente ante el mismo soberano.
No existían, naturalmente, partidos políticos ni, desde luego, oposición al régimen absoluto y teocrático, y cualquier brote de insurrección era castigado expeditivamente. Dos de los hermanos de la “Espada del Islam”, incluso, fueron decapitados con cimitarras, tras ser apresados después de haber intentado deponer al rey en un golpe intentado en 1955. El imán fue, entonces salvado por su hijo, el príncipe heredero Mohammed Al-Badr, pero ocho meses más tarde su padre le amenazó con cortarle la cabeza si “seguía contraviniendo” sus órdenes.
No existían, naturalmente, partidos políticos ni, desde luego, oposición al régimen absoluto y teocrático, y cualquier brote de insurrección era castigado expeditivamente. Dos de los hermanos de la “Espada del Islam”, incluso, fueron decapitados con cimitarras, tras ser apresados después de haber intentado deponer al rey en un golpe intentado en 1955. El imán fue, entonces salvado por su hijo, el príncipe heredero Mohammed Al-Badr, pero ocho meses más tarde su padre le amenazó con cortarle la cabeza si “seguía contraviniendo” sus órdenes.
El fin de las Mil y Una Noches
En 1959, el imán Ahmad, ya muy enfermo, se hizo internar en una clínica de Roma, para que se le tratase su artritis y otras muchas enfermedades que padecía. Durante su estancia en la clínica europea, que fue de tres meses, el fabuloso déspota oriental gastó más un millón de libras esterlinas.
Cananas con balas cruzaban el pecho de los beduinos de la guardia, en la civilizadísima capital de la Cristiandad. Estos feroces guerreros de las montañas y del desierto guardaban celosamente los accesos al improvisado harén del imán en la clínica romana, donde no sólo había mujeres, sino esclavos y eunucos ¡en pleno siglo XX!
El imán, avejentadísimo, casi paralítico, despertó un estado de antipatía pública por su comportamiento en la “Ciudad Eterna”, a la que llegó acompañado por treinta y cinco esposas y concubinas, además de un numeroso séquito de árabes ataviados con trajes a la usanza antigua del Oriente islámico y armados con cimitarras, fusiles y puñales. Por entonces, el reino en el que gobernaba con mano de hierro el feroz imán era uno de los países más cerrados al exterior en el mundo entero.
La vida permanecía casi tan inmutable como en los tiempos del Profeta Mahoma. Prácticamente no existían periódicos y las emisoras de radio, propiedad del imán, y supervisadas estrictamente por él, apenas transmitían otros programas que versículos del Corán, oraciones islámicas y órdenes reales. La única Constitución y ley suprema del reino parecían ser el Corán y el capricho de su soberano.
Fue en aquel mismo año que, aprovechando la ausencia del monarca, su hijo Al-Badr, proyectó ocupar el poder. La tensión entre padre e hijo -principalmente atribuida al deseo del joven de introducir reformas en el país-, continuó hasta que el soberano, a través de una triste emisión de radio, en 1961, nombró a Al-Badr como su heredero al trono y futuro jefe, por tanto, político y religioso del imanato.
El 18 de septiembre de 1962, el imán y rey Ahmad bin Yahya tenía setenta y siete años cuando murió, mientras dormía, en su fabuloso palacio de oro y mármol de Dar Al-Bashair. Una misteriosa e inesperada muerte que levantó numerosas sospechas.
En 1959, el imán Ahmad, ya muy enfermo, se hizo internar en una clínica de Roma, para que se le tratase su artritis y otras muchas enfermedades que padecía. Durante su estancia en la clínica europea, que fue de tres meses, el fabuloso déspota oriental gastó más un millón de libras esterlinas.
Cananas con balas cruzaban el pecho de los beduinos de la guardia, en la civilizadísima capital de la Cristiandad. Estos feroces guerreros de las montañas y del desierto guardaban celosamente los accesos al improvisado harén del imán en la clínica romana, donde no sólo había mujeres, sino esclavos y eunucos ¡en pleno siglo XX!
El imán, avejentadísimo, casi paralítico, despertó un estado de antipatía pública por su comportamiento en la “Ciudad Eterna”, a la que llegó acompañado por treinta y cinco esposas y concubinas, además de un numeroso séquito de árabes ataviados con trajes a la usanza antigua del Oriente islámico y armados con cimitarras, fusiles y puñales. Por entonces, el reino en el que gobernaba con mano de hierro el feroz imán era uno de los países más cerrados al exterior en el mundo entero.
La vida permanecía casi tan inmutable como en los tiempos del Profeta Mahoma. Prácticamente no existían periódicos y las emisoras de radio, propiedad del imán, y supervisadas estrictamente por él, apenas transmitían otros programas que versículos del Corán, oraciones islámicas y órdenes reales. La única Constitución y ley suprema del reino parecían ser el Corán y el capricho de su soberano.
Fue en aquel mismo año que, aprovechando la ausencia del monarca, su hijo Al-Badr, proyectó ocupar el poder. La tensión entre padre e hijo -principalmente atribuida al deseo del joven de introducir reformas en el país-, continuó hasta que el soberano, a través de una triste emisión de radio, en 1961, nombró a Al-Badr como su heredero al trono y futuro jefe, por tanto, político y religioso del imanato.
El 18 de septiembre de 1962, el imán y rey Ahmad bin Yahya tenía setenta y siete años cuando murió, mientras dormía, en su fabuloso palacio de oro y mármol de Dar Al-Bashair. Una misteriosa e inesperada muerte que levantó numerosas sospechas.
La noticia llegó hasta el protectorado británico de Aden en árabe, en un árabe de la entonación más pura que podía hablarse época moderna. Inmediatamente, su hijo, el príncipe Al-Badr fue proclamado “Rey del Reino Mutawakilita de Yemen, Imán de los Musulmanes y Comendador de la Fe”.
Su reinado, sin embargo, no comenzó bajo buenos augurios, y sería el más efímero y el último de todos los reinados de Yemen, ya que el 26 de septiembre, apenas cinco días después de su proclamación, fue derrocado por un golpe de Estado militar. El golpe proclamó la República Árabe de Yemen, con el coronel Abdallah al-Sallal al frente de la revuelta golpista.
Su reinado, sin embargo, no comenzó bajo buenos augurios, y sería el más efímero y el último de todos los reinados de Yemen, ya que el 26 de septiembre, apenas cinco días después de su proclamación, fue derrocado por un golpe de Estado militar. El golpe proclamó la República Árabe de Yemen, con el coronel Abdallah al-Sallal al frente de la revuelta golpista.
Radio Sana, la emisora oficial yemení, anunció inmediatamente la implantación de un toque de queda y advirtió a la población que permaneciera en sus hogares. La emisora añadió que se haría fuego contra los infractores del toque de queda, e hizo alusión por primera vez a la “destrucción del tirano y de sus secuaces”, en alusión al rey Al-Badr.
Darío Silva D’Andrea
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