29 de junio de 2011

Las princesas fugitivas de Mónaco

Los novelescos rumores de fuga de Charlene Wittstock, a escasos tres días de su boda, son un capítulo más añadido a la negra leyenda de los Grimaldi.

Las historias que corren estos días sobre la prometida de Alberto II puede hacernos remontar en el tiempo para descubrir los perfiles de otras princesas de Mónaco.
Hermosas y tristes, lograron escaparse de Mónaco para siempre, huyendo de la desgracia de un amor no correspondido o por simple aburrimiento.

Algunas no corrieron con tanta suerte. El común denominador, es la terrible soledad que llegaron a sentir en el entonces pequeño, pobre y campesino principado del Mediterráneo, y la falta de amor en tiempos en que los matrimonios eran estrictamente diplomáticos. 

La amante del Rey Sol

A poco de celebrarse la boda del príncipe Luis I con Catalina-Carlota de Gramont, en 1660, el rey francés, Luis XIV autorizó a los futuros soberanos de la Roca a que acuñaran su propia moneda y más tarde les otorgó el tratamiento oficial de “Altezas Serenísimas”. Pero detrás se aquella sutileza diplomática se ocultaba el amor del monarca por la consorte monegasca. Y al parecer, un amor correspondido por ella.

La hermosa Catalina-Carlota hubiera querido casarse con el apuesto duque de Puyguilhem y primo hermano suyo, de la cual estaba absolutamente enamorada, pero accedió a casarse con Grimaldi a pedido del rey francés y por puras razones diplomáticas.

Los primeros años del matrimonio habían transcurrido en París, donde Catalina-Carlota era dama de la reina María Enriqueta de Inglaterra, cuñada del rey de Francia, pero en realidad, la alta sociedad francesa sabía que la princesa de Mónaco permanecía en la capital francesa para no separarse de su primo. Al mismo tiempo, se convirtió en “la amante oficial” del rey.

Luis de Mónaco, desde su pequeño feudo mediterráneo, empezó a hacerse el ofendido. El rey le rogó que no fuera ridículo, ya que, según su parecer, pretender tener una esposa fiel, no era propio de señores, sino una vulgaridad de campesinos.

Catalina-Carlota escribió en sus memorias, “El señor de Mónaco, estaba cada vez más celoso. Primero tenía celos del rey, luego de los jóvenes atractivos, después de los feos, después de los viejos, luego de las mujeres, luego de mi familia, después de mi enano, después de mi perrita”

Presionada por su esposo, volvió a Mónaco pero nunca soportó vivir lejos de la pomposísima Corte francesa y los salones de Versalles, y decidió fugarse de la fortaleza para regresar a París, donde continuó su relación con el “Rey Sol”.

Luis no se quedó a llorar, y al tiempo que empezaba una relación con Hortensia Mancini, duquesa de Mazarino, mandaba a la guardia a buscar a su consorte y a recluirla en La Roca. Catalina-Carlota terminó sus días en su pequeño reino, olvidada por la pomposa Corte francesa, y murió, aparentemente de tristeza, a los jóvenes treinta y ocho años. 

Infelices desde el primer día

Bastante más hermosa que Catalina-Carlota fue su nuera, María de Lorena-Armagnac (1674-1724), esposa de Antonio I, con quien se casó en 1688. El príncipe era alto, corpulento y atractivo y, aunque la amaba, ella nunca lo quiso. Instalados en París, la nueva princesa de Mónaco -al igual que su difunta suegra- alimentó un implacable rencor por el matrimonio no deseado, y vengaba esta violencia en su marido, sometiéndolo al desprecio en la intimidad y al ridículo ante los demás.

Al principio, Antonio I insistió torpemente en su amor imposible, cerrando los ojos y oídos a los chismes, consejos y evidencias, hasta que la verdad resultó demasiado obvia para negarla. Así, siguiendo cada paso dado por su padre, recurrió a su poder de príncipe y esposo para arrancar a la voluble María de sus devaneos cortesanos en París y llevársela a Mónaco casi arrastrándola.

El príncipe hizo entonces lo mismo que su predecesor, y castigó a su mujer encerrándola en la fortaleza de Mónaco; ella respondió la ofensa creando un escándalo mayúsculo al acusar a su anciano suegro (Luis I) de haber intentado violarla. Hartos de sus llantos, los cortesanos de Mónaco la devolvieron a su casa paterna en París, donde su padre la encerró sin prácticamente dejarla salir de casa. 

La condenada a muerte

El pobre Honorato III tampoco se libró del infortunio sentimental que persigue a su familia. Se casó en 1751, obligado, con una bella señorita, María Catalina Brignole (1737-1813), con cuya madre había compartido apasionadas noches, pero terminó más que locamente enamorado. María, por el contrario, no estaba enamorada no un poquito, y el matrimonio estuvo condenado a fracasar desde la noche de bodas.

Al descubrirla compartiendo el lecho con un alto noble francés, Honorato III le dio a su esposa tantos golpes que la princesa infiel terminó tirada en el suelo, con unas costillas rotas. Le ató las manos a la espalda con una soga y le prometió encarcelarla. Dicho y hecho.

Durante semanas encerró a María Catalina bajo mil llaves, sin otros alimentos más que pan y agua. La ciega furia del primer día dio paso a un implacable y gélido rencor, y se cuenta que, para apaciguar su cólera, Honorato III sometía cada día a su esposa a castigos corporales acompañados de insultos y promesas de eterno castigo.

Gracias a la complicidad de una de sus damas, y la caridad de unas monjas agustinas, la malherida y desnutrida princesa consorte logró huir de su prisión rumbo a París. Allí consiguió el divorcio, pero Honorato perdió los estribos.

Declaró a su mujer “en rebeldía contra la Corona de Mónaco”, la privó de sus títulos y honores y, con un odio sólo comparable a la intensidad con la que había llegado a amar a María, la condenó a muerte según la ley monegasca de alta traición. Ninguno de sus antepasados se había atrevido a tanto. 

Plebeyas y aburridas 

El príncipe Alberto I, hombre de mal carácter, obsesionado por el mar y las investigaciones científicas y fundador del célebre Museo Oceanográfico, pasó la mayor parte de su vida en alta mar. Regresó brevemente a Mónaco en para casarse en 1869 con una aristócrata escocesa, Lady María Victoria Douglas Hamilton (1850-1922), pero pronto regresó a sus amadas investigaciones científicas.

María Victoria, muchachita de ideas demasiado sueltas, no tardó en morirse de aburrimiento en La Roca, y -estando encinta- huyó a Florencia. Carlos III y su hijo acordaron que no valía la pena el llanto, y que lo mejor era el divorcio. Eso sí, antes debieron recuperar al príncipe heredero (que María había dado a luz en el exilio), mediante un sinfín de cartas y emisarios con ruegos, ofertas y amenazas.

En otra de sus raras temporadas en tierra firme, Alberto I conoció a la que habría de convertirse en su segunda esposa y en el primer injerto de sangre norteamericana en el árbol genealógico familiar: la duquesa viuda de Richelieu, de nombre Alicia Heine (1858-1925), millonaria, judía y natural de Nueva Orleáns. Se casaron en 1889.

Inteligente y muy culta, Alicia atrajo a un personal hasta entonces inédito en los dominios de los Grimaldi: los intelectuales. Entre ellos Marcel Proust, que se confesó admirador de la princesa. Alberto se apresuró a volver a sus barcos, dejando sola en el Principado a la americana que añoraba otro tipo de atenciones. Se aburría a muerte -como tantas de sus antecesoras- en el baldío palacio encaramado en lo alto de la Roca.

Intentó distraerse congregando intelectuales, artistas y músicos a Mónaco, con diferentes eventos sociales, pero no consiguió divertirse. Harta de un trono provinciano y un marido ausente, Alicia decidió que más valía renunciar a sus opacos esplendores y, aprovechando una de las raras ocasiones en que el barco de su príncipe anclaba en el muelle de La Condamine, Alicia le informó de sus penas. Ambos planearon un divorcio prudente y de mínimo revuelo. Alicia, al menos, había tenido la delicadeza de anunciar su partida.

La princesa solitaria

Por último, Grace Kelly. De la hermosísima actriz hollywoodiense nacida en Filadelfia (1929-1982) no se sabe, a ciencia cierta, si alguna vez atinó a escapar del Principado. Pero lo seguro es que más de una vez lo pensó, sobre todo en los primeros años como princesa, sometido a la mirada escrutadora de los medios mundiales y sobre todo de su cuñada, la implacable princesa Antonieta.

Su inseguridad en el idioma francés la intimidó, y durante las audiencias y las galas la esposa de Rainiero III solía permanecer virtualmente muda, cosa que los monegascos interpretaban como una fría reserva. Si a esto se añade el hecho de que sus apariciones públicas, durante sus primeros dos años de matrimonio (1956-1957) fuesen mínimas, se puede entender que sus súbditos creyesen que la princesa no se interesaba por ellos. Y de pronto, entre un gran número de habitantes, entre ellos muchos cortesanos, cundió el gran desaliento de comprobar que apenas les era posible ver a su princesa.

Si la princesa esperaba que sus nuevos parientes -los Grimaldi- le ayudasen en el duro proceso de adaptación en Mónaco, debió sufrir una gran desilución. La madre (Carlota) y la hermana de Rainiero III guardaron distancias, lo que aumentó la soledad y frustración de la princesa Grace. Y muchos años más tarde todavía confesaría: "Mi suegra muestra hacia mí una actitud que no contribuye a distender el ambiente".

Su hermana, Lizanne Kelly, explicaría: "Grace y Rainiero tenían muy buena relación con el príncipe Pierre, padre de Rainiero. Carlota y Pierre no habían tenido un divorcio feliz. Grace y Pierre sí congeniaban mucho, por lo que Grace y Carlota no congeniaban en absoluto. Asi de simple. Grace tuvo muchos problemas con la madre de Rainiero. La frialdad no fue lo peor de la actitud de Carlota hacia Grace. Tampoco la princesa Antonieta se sentía demasiado satisfecha por el casamiento de su hermano con una actriz norteamericana...".

Por aquellos años, un periodista norteamericano, de paso por la Costa Azul, describía a Mónaco como “un estado en agonía, comunidad agonizante de generales jubilados, jugadores sin envergadura y gatos errantes”. A su príncipe, Rainiero III, en Europa se referían como “el príncipe de un Reino de opereta”.

Dado este ambiente, no sería difícil sentir la misma soledad que la princesa Grace sintió en La Roca, y no sería de extrañar que haya pensado, alguna vez, aunque fuera de paso, escapar de aquel cuento y vivir su propia historia. Darío Silva D'Andrea

NOTICIAS RELACIONADAS
» Vea el ESPECIAL BODA DE PRÍNCIPES


COMPARTE ESTE ARTÍCULO

Las últimas noticias de Coronas Reales