8 de octubre de 2011

ESPECIAL | El primer capítulo de «Yo, Cayetana», las memorias de la duquesa de Alba

La duquesa de Alba ha abreviado su primer apellido para firmar como Cayetana Stuart y Silva sus memorias, tituladas Yo, Cayetana» (Espasa), en las que cuenta su intensa vida y las muchas personalidades que ha conocido a lo largo de sus 85 años, marcados por su familia y sus tres matrimonios.




Soy Cayetana, Cayetana de Alba. Tengo otra media docena de nombres y unos cuantos títulos. A menudo se ha escrito que poseo más que ningún otro noble en el mundo. Tal vez, puede ser. En todo caso, que escriban lo que quieran. ¡Se han dicho tantas cosas sobre mí! Unas pocas, verdaderas; otras muchas, falsas; y bastantes, simplemente bobadas.



De todos los nombres que mis padres eligieron para mí –ocho o nueve–, el de Cayetana es el que más me gusta y el que siempre he usado. También me encanta Eugenia. Este nombre se lo debo a la emperatriz Eugenia de Montijo, mi tía bisabuela. El nombre de Alfonsa, que también llevo, me gusta menos. Sin embargo, le tengo aprecio porque me lo pusieron por mi padrino, el rey Alfonso XIII, al que tuve muchísimo cariño y del que conservo tan buenos recuerdos. Respecto a mis títulos, me quedo con el de XVIII duquesa de Alba. Sólo dos mujeres lo hemos llevado en seiscientos años; las otras fueron, en realidad, duquesas consortes. Mi predecesora fue la XIII duquesa de Alba, una mujer muy admirada por mí.

Comienzo en estas páginas la tarea de reavivar mi memoria. He querido firmar este libro con el nombre de Cayetana Stuart y Silva, obviando Fitz-James, para que sea más corto. Mi padre, Jacobo Fitz-James Stuart y Falcó, fue el XVII duque de Alba y un gran hombre. Nací en el Palacio de Liria, a las 1:45 de la madrugada del 28 de marzo de 1926. Sé la hora exacta porque está escrita en varios documentos de la Casa de Alba. Y en alguno de los archivos está guardada también la prensa de la época cuando dio cuenta de mi nacimiento. Esa noche de marzo, mi padre había invitado a cenar en casa a tres de sus mejores amigos: el doctor Gregorio Marañón, que también era un magnífico escritor; el filósofo José Ortega y Gasset; y otro escritor, Ramón Pérez de Ayala. Hoy en día puede parecer muy raro que mi padre tuviera invitados precisamente la noche en que mi madre, María del Rosario Silva y Gurtubay, estaba a punto de dar a luz.

«Una forma de distraerse»

Creo que buscaba una forma de distraerse, de no pensar en lo que estaba sucediendo en la habitación de su mujer. Eran otros tiempos. Seguramente influyó su compostura en su decisión de invitar a sus amigos ese día: él jamás se habría consentido a sí mismo pasear de un lado a otro de la habitación esperando el acontecimiento o mostrar sus nervios... aunque yo fuera su primera hija y él ya un señor maduro, cercano a los cincuenta años. Mi madre, en cambio, tenía tan sólo veinticinco. Seguramente, papá prefería estar con sus tres amigos hablando de temas sesudos que pendiente de lo que sucedía en la habitación de al lado, porque, pese a su temple, no podía olvidar que mi madre había sufrido ya dos abortos en los seis años que llevaban casados.

Mi padre me contó que estaban justo con los licores cuando yo nací. Antes, habían estado cenando en el primer piso. La distribución de Liria, aunque parecida a la actual, era distinta en aquel momento. Como mucha gente sabe, el palacio fue bombardeado por los nacionales durante la Guerra Civil y destruido por dentro completamente, tiempo después, por los milicianos. La noche de mi llegada a este mundo, los invitados de mi padre iban vestidos de chaqué, como era la norma entonces. No recuerdo que me contara de qué hablaron exactamente, pero tal vez fuera de política, pues lo cierto es que tanto Pérez de Ayala como Ortega y Gasset y el doctor Marañón eran entonces más protestones y críticos con la monarquía de mi padrino Alfonso XIII que mi padre, un hombre totalmente entregado al rey, del cual, además, era amigo. Desde hace seis siglos, así ha sido siempre: los Alba junto a la monarquía.

«Es una niña»

Sí recuerdo que mi padre me contó que, durante la cena, el mayordomo los informó de que mi madre se había puesto con dolores de parto. Llevaba todo el día molesta, así que no le sorprendió. Como es natural, él no iba a despedir a sus invitados y, además, entre aquellos caballeros estaba el eminente doctor Marañón. Supongo que eso le inspiraba cierta tranquilidad. ¿Qué podía haber hecho?

En aquellos tiempos no estaba bien visto que los hombres acudieran a los dormitorios de sus mujeres durante los partos, así que mi padre y sus amigos continuaron cenando. Cuando estaban con los licores, el mayordomo entró en la sala y le anunció que yo había nacido: «Es una niña». En ese momento, mi padre exclamó: «¿Es una niña? Pues mejor. ¡Me alegro de que sea una niña!». Así me lo contó mi padre y así lo he recordado siempre. Nunca tuve ni el más mínimo motivo para no creerle, para pensar que hubiera preferido un niño, dado, además, lo importante que fue él en mi vida y yo en la suya. ¡Y cómo me educó! Con la misma o mayor severidad que si hubiera sido un chico. Aunque lo cierto es que mi madre y el resto de miembros de la familia esperaban un niño.

El doctor Marañón pasó luego a visitar a mi madre. Estaba débil, pero se encontraba muy bien, y la felicitó. También me examinó a mí, dormidita en la cuna, entre las sábanas de hilo y encajes que mi madre y mi abuela habían ordenado preparar con mucha antelación. Estaba claro que el bebé del duque de Alba y de su mujer era un hijo muy deseado.

«Sin objeciones por ser mujer»

Jamás oí de boca de mi padre la más mínima objeción a que yo fuera mujer, todo lo contrario...
Y éstas fueron las circunstancias en las que nací, un soleado domingo de primavera. Así que soy aries.

No recuerdo en qué momento asumí que era la XVIII duquesa de Alba, la segunda mujer –después de mi querida Teresa Cayetana, la del retrato de Goya– en llevar ese título.
Realmente, nunca he tenido esa conciencia... ¡y la de veces que me lo han preguntado a lo largo de mi vida! Se nace con ello, no se registra, no figura entre mis recuerdos, ni en los primeros, ni en los segundos... ni en los últimos.

Me bautizaron el 17 de abril en el Palacio Real. Me llevaron hasta allí en carroza, una costumbre muy usual en esa época. Las mulas que tiraban de nuestra calesa iban bellamente enjaezadas. Unas mantas preciosas, con la A de la Casa de Alba bordada, me arropaban.

Mis padrinos fueron el rey Alfonso XIII y la reina Victoria Eugenia –la reina Ena–, que tuvieron esa deferencia para con mi familia. Cuentan que para la ocasión se trajo la pila bautismal de Santo Domingo de Guzmán –una pilaque sólo se utiliza para bautizar a los reyes y que se encuentra en el convento de las madres dominicas de la calle Claudio Coello, en Madrid–. Esto se ha recordado después, cuando se ha escrito sobre mí, pero yo jamás lo he oído en casa. Debo decir que los reyes actuaron como padrinos míos en ocasiones duras de mi vida, demostrándome siempre un enorme cariño.

Una pequeña princesa

Alfonso XIII era tierno y amable. En casa siempre se contaba una anécdota del último verano que pasó en Santander. Estábamos en un barco con el rey, supongo que camino de La Magdalena, el palacio en el que veraneaban y donde nosotros los visitábamos. Mi padre se alojaba allí cada verano en el mismo dormitorio... Íbamos a desembarcar y mi padrino me llevaba de la mano. Debió de sorprenderme ver a mucha gente en el muelle y exclamé: «They are waiting for us!». Lo dije en inglés: «¡Nos están esperando!». Yo debía de sentirme como una princesa, allí, cogida de su mano... Todo el mundo se echó a reír, incluido el rey.

Hablábamos a menudo en inglés, creo que como deferencia hacia la reina Ena, escocesa de nacimiento y nieta de la reina Victoria del Reino Unido.

Siempre me contaron que mi madre –a la que todo el mundo llamaba Totó– era muy guapa, y ésa fue una de las razones por las que mi padre se enamoró de ella. Era una belleza morena, de pelo rizado, de carácter muy alegre. Yo heredé sus rizos –aunque no el color–, una característica que me causó no pocas tensiones con mi padre, empeñado en que lo llevara liso y a lo paje. Mis padres se llevaban veintidós años y siempre he pensado que la alegría y la simpatía que todos dicen que tenía mi madre eran para él una inyección de vitalidad. De ella también he heredado una gran parte de esa vitalidad.

Aunque no quiero hablar mucho de títulos de nobleza, sí me gustaría señalar que mi madre era hija de los duques de Híjar, un ducado que se remonta a Jaime el Conquistador. Cuando se casó, aportó a esta Casa de Alba unos cuantos títulos, entre ellos el marquesado de San Vicente del Barco y el ducado de Aliaga. La boda de mis padres se celebró el 7 de octubre de 1920 en la Embajada de España en Londres. Mi padre era un anglófilo convencido, no sólo de sentimientos, sino también por su educación. Se sentía tan británico como yo me siento sevillana. Esta pasión suya marcó mi infancia y mi adolescencia. Una parte de su querencia británica está justificada: nuestro primer apellido, Fitz-James Stuart, significa literalmente «descendiente de Jacobo Estuardo». 

Entró en la Casa de Alba cuando María del Pilar Teresa Cayetana de Silva y Álvarez de Toledo –mi admirada XIII duquesa de Alba, tan incomprendida y vilipendiada en la historia, y ya niego aquí que fuera amante de Goya, una de las muchas mentiras que se cuentan sobre ella– murió a los cuarenta años, en 1802, sin hijos ni hermanos. El título de duque de Alba correspondió entonces a una hermana del abuelo de María Teresa, que se había casado con Jacobo Fitz-James y Colón de Portugal, III duque de Berwick. Da la casualidad de que éste era descendiente de otro duque de Berwick que los Alba habían traído a España para defender el trono de Felipe V. 

La victoria de las tropas del duque en la batalla de Almansa, en 1707, durante la Guerra de Sucesión española, posibilitó la llegada de la dinastía de los Borbones a nuestro país. Cualquiera que me conozca un poco sabe que los Alba –primero mi padre y después yo– somos poco o nada partidarios de enumerar estas cuestiones de los dichosos títulos. Es más, a lo largo de mi vida he confesado en muchas ocasiones que lo de la nobleza y los títulos me tiene sin cuidado. Aquí lo traigo a colación y me remonto al pasado para explicar un poco el amor de mi padre hacia Inglaterra. Al fin y al cabo, es un país que forma parte de la historia de esta Casa. 



Relación con Winston Churchill

Quiero añadir que el parentesco que tantas veces se ha mencionado entre Winston Churchill y mi padre –además de amigos, eran primos– procede también del ducado de Berwick.

Mi padre frecuentó desde muy joven la cultura británica. Estudió en un colegio jesuita, el Beaumont College, en el condado de Berkshire, y allí se empezó a perfilar su forma de vida. Enseguida se dedicó a activar las relaciones entre España e Inglaterra, hasta tal punto que el Comité Hispano-Inglés, tan importante durante la primera parte del siglo y pieza clave en la influencia de los intelectuales de toda Europa que vinieron a España, se fundó en el Palacio de Liria, en la primavera de 1923. 

Poca gente sabe que mi padre y el embajador Esme Howard se esforzaron por reforzar esos vínculos. El Comité estaba integrado en las actividades de la Institución Libre de Enseñanza, donde mi padre tenía muchos amigos. Creo que fue Jesús Aguirre, mi segundo marido, quien me recordó –o me reveló, porque yo no me acordaba de ello– que mi padre donaba al Comité Hispano-Inglés su sueldo de senador, una ayuda para las actividades que se hacían en la Residencia de Estudiantes. Papá era poco o nada dado a hablar de estas cosas.

El Comité Hispano-Inglés fue una de las iniciativas que más satisfacciones y prestigio le dieron a papá en aquella época. Cultivó las relaciones de España e Inglaterra con verdadera pasión y su colaboración con personalidades clave de la intelectualidad española dio frutos notables. Gracias a sus gestiones y a las del propio Comité, figuras como el economista Keynes –hombre clave del grupo de Bloomsbury, casado con una famosa bailarina– o el descubridor de la tumba de Tutankamón, Howard Carter, vinieron a Madrid a dar conferencias en la Residencia. Keynes pasó por Liria cuando yo apenas tenía tres años. Carter había estado en 1924, dos años después de descubrir la tumba; yo no había nacido. Le conocí después.

Ausencia de la madre

Aunque los recuerdos de mi infancia tienen un matiz doloroso, no tengo conciencia clara de haber sido una niña alicaída, arrastrada por esa tristeza. No recuerdo nada del entierro de mi madre, ni lágrimas en casa... supongo que los niños se defienden ante esas situaciones.

Cuando me di cuenta de que había vivido una infancia dura y solitaria, ya era adulta y estaba preparada para no dejarme llevar por las debilidades o por las quejas. Pese a que me privaron del contacto con mi madre, conservo gratos recuerdos de ella... Sobre todo, su dulce sonrisa, quizá porque, herida de muerte por la maldita enfermedad, componía ese gesto amable en su rostro en cuanto sabía que yo merodeaba cerca. Así me la imagino ahora y así perdura en mi memoria, quizá sea por las fotos que había de ella en Liria o por las que vi posteriormente.

En otro recuerdo de infancia me veo montada en un poni en el jardín de Liria, bajo la atenta mirada de mi padre o de alguna institutriz; o de Paquita, o de Marciana, el ama de llaves y la doncella de mi madre. Se me difumina quién me vigilaba, pero no el poni: lo veo tan nítidamente como si aún hoy lo tuviera aquí, a mi lado. Me gustaba mucho ese poni, se llamaba Tommy, y tengo una foto en la que estoy montada sobre él, riéndome. Quería muchísimo a ese animal.

Supongo que Tommy fue una señal de lo importante que serían los animales, en general, en mi vida; y especialmente los caballos y los perros, aunque no debo olvidarme de mis pájaros. Tommy tenía manchas blancas detrás de las orejas y una en el lomo que le llegaba justo hasta la cola. En las patas delanteras parecía que llevaba unos calcetines de media pierna –o de media pata, para ser exactos– porque desde la pezuña hasta la rótula eran blancas.

También teníamos muchos perros; a los Alba nos gustan los perros desde hace siglos. No hay más que mirar las pinturas y retratos de mis antepasados, en los que abundan tanto los perros como los caballos, como en mi cuadro preferido: el retrato de la duquesa Cayetana, de Goya. Mi padre siempre tenía algún perro que llevaba su mismo nombre, Jacobo, un rasgo del humor y de la flema que le caracterizaban.

Creo que fue a principios de los años treinta cuando comenzaron mis paseos por la Casa de Campo, donde me dejaban jugar con otros niños. Pero enseguida me enviaron al colegio religioso de la Asunción. Allí aprendí a leer. Por aquel entonces se ocupaba de mí, además de mi padre y de alguna institutriz, mi abuela materna, Rosario Híjar. Yo la llamaba China; quizá por su aspecto, porque era pequeña y menuda. Siempre he pensado que, al morir mi madre, que era su única hija, a mi abuela le entró el pánico de que a mí me pudiera pasar algo. 

Vivió muy pendiente de mí, tratando de cubrir el hueco que había dejado su hija, aunque eso fuera imposible. Temía tanto que yo sufriera algún accidente que a veces me presionaba demasiado y yo me sentía asfixiada. Por ejemplo, a mí me encantaba trepar a los árboles, pero a mi abuela eso le ponía enferma y me reñía, aunque siempre con mucho cariño. Para mí fue una figura muy importante en aquellos años de infancia y, quizá, de cierta soledad.

También estaba muy pendiente de mí la tía Sol, hermana de mi padre; una enamorada de Sevilla, creo que casi tanto como yo. Mi abuela y mi tía me alegraban; con ellas estuve hasta que cumplí treinta años. Hicieron las dos un papel un poco de madres.

Si entorno los ojos, lo primero que acude a mi mente no son situaciones muy felices. Mi madre está tumbada en su habitación, en la cama. También la puedo vislumbrar en el jardín o en el campo, pero siempre acostada. Recuerdo que en una ocasión entré en su habitación, deseando estar con ella, y, de pronto, cogió lo que creí que era un bolso que tenía sobre la cama, seguramente lo que encontró más a mano, lo arrojó contra mí y me ordenó que saliera de su habitación inmediatamente. Revivo aún mi infantil perplejidad. Luego, con los años, me explicaron que estaba muy enferma, que no podía acercarme a ella porque no quería contagiarme. Me costó comprenderlo, era demasiado pequeña, pero no me quedó otro remedio.

Transcurrió mucho tiempo hasta que entendí que padecía tuberculosis, y, para entonces, ella ya no estaba. Fue mala suerte: a mi madre no la salvó la penicilina por muy pocos años. Murió en enero de 1934, cuando yo contaba siete años. Ocurrió inesperadamente. Acababa de regresar del sanatorio de Suiza en el que pasaba largas temporadas para tratarse su enfermedad y estaba bastante bien. Sin embargo, un catarro lo empeoró todo.

Mi padre organizaba viajes para alejarme de ese ambiente de enfermedad, pero también porque él, como el gran político y amante de la cultura que era, siempre tuvo muy claro la importancia de ver mundo, viajar y conocer otras culturas, en muchos casos incluso más decisivo para la formación de una persona que los estudios. Algunos de mis hijos –Jacobo, por ejemplo– han heredado ese espíritu viajero de su abuelo y de mí.


Supongo que Tommy fue una señal de lo importante que serían los animales, en general, en mi vida; y especialmente los caballos y los perros, aunque no debo olvidarme de mis pájaros. Tommy tenía manchas blancas detrás de las orejas y una en el lomo que le llegaba justo hasta la cola. En las patas delanteras parecía que llevaba unos calcetines de media pierna –o de media pata, para ser exactos– porque desde la pezuña hasta la rótula eran blancas.

También teníamos muchos perros; a los Alba nos gustan los perros desde hace siglos. No hay más que mirar las pinturas y retratos de mis antepasados, en los que abundan tanto los perros como los caballos, como en mi cuadro preferido: el retrato de la duquesa Cayetana, de Goya. Mi padre siempre tenía algún perro que llevaba su mismo nombre, Jacobo, un rasgo del humor y de la flema que le caracterizaban.

Creo que fue a principios de los años treinta cuando comenzaron mis paseos por la Casa de Campo, donde me dejaban jugar con otros niños. Pero enseguida me enviaron al colegio religioso de la Asunción. Allí aprendí a leer. Por aquel entonces se ocupaba de mí, además de mi padre y de alguna institutriz, mi abuela materna, Rosario Híjar. Yo la llamaba China; quizá por su aspecto, porque era pequeña y menuda. Siempre he pensado que, al morir mi madre, que era su única hija, a mi abuela le entró el pánico de que a mí me pudiera pasar algo. Vivió muy pendiente de mí, tratando de cubrir el hueco que había dejado su hija, aunque eso fuera imposible. 

Temía tanto que yo sufriera algún accidente que a veces me presionaba demasiado y yo me sentía asfixiada. Por ejemplo, a mí me encantaba trepar a los árboles, pero a mi abuela eso le ponía enferma y me reñía, aunque siempre con mucho cariño. Para mí fue una figura muy importante en aquellos años de infancia y, quizá, de cierta soledad. También estaba muy pendiente de mí la tía Sol, hermana de mi padre; una enamorada de Sevilla, creo que casi tanto como yo. Mi abuela y mi tía me alegraban; con ellas estuve hasta que cumplí treinta años. Hicieron las dos un papel un poco de madres.

Cayetana FitzJames Stuart, Duquesa de Alba

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